jueves, 15 de octubre de 2009

Nos gusta que nos maltraten

Interludio
Román Revueltas Retes
2009-10-15•Al Frente

Bueno, y si se privatizara el sector eléctrico o, por lo menos, si una compañía de capitales privados (que, en realidad, al cotizar en la Bolsa y ser sus dueños miles de inversionistas se trataría de una empresa “pública”, ahí sí, en el más estricto sentido de la palabra) le comprara al Estado mexicano los restos del naufragio y brindara el servicio a los sufridos consumidores, ¿eso sería una monstruosidad, una hecatombe, una “traición a la patria”, una “pérdida de soberanía”?
¿Desde cuándo es más soberano un jubilado al que, de pronto, le llega un recibo mañosamente inflado por los tenebrosos empleados de Luz y Fuerza del Centro? Y ¿cómo es que el “patrimonio del pueblo de México” termina costándole a ese mismo pueblo 42 mil millones de pesos al año en vez de darle ganancias contantes y sonantes? Digo.
Las corporaciones privadas —excepto esos bancos yanquis y europeos que se dedicaron a arriesgar los dineros de sus clientes en operaciones absolutamente fantasiosas y que ahora van a ser rescatados con la plata de los contribuyentes— no invierten los fondos del erario sino sus propios recursos. Es decir, no nos cuestan nada a los ciudadanos. Y, cuando existe un mercado verdaderamente abierto, los consumidores podemos elegir entre varias opciones: si el supermercado de una cadena nos queda muy lejos de la casa o si sus cajeras son malencaradas, entonces hacemos la compra en otro lugar; y si no nos satisfacen los servicios de Telcel vamos a Iusacell o a Nextel y sanseacabó. Resulta, sin embargo, que la electricidad no es un servicio común y corriente sino una especie de producto sagrado —algo así como la hostia que te comes en la misa y que, supongo, no la fabrican empresas trasnacionales— y por esa razón no puede debe ser vendida por simple negociantes sino que necesita ser traficada por los burócratas al servicio del Estado. Tenemos así apagones, voltajes que queman los televisores, cobros abusivos y descortesías del personal. Somos “soberanos”, eso sí. E irremediablemente estúpidos.

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